El país del atardecer dorado by Celia Santos

El país del atardecer dorado by Celia Santos

autor:Celia Santos [Santos, Celia]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2024-10-24T00:00:00+00:00


29

Llegaron a una población en la que Camila sabía muy bien adónde dirigirse. Serpenteó por algunas de sus calles hasta llegar a una explanada con bancos, mesas, césped y un gran edificio de ladrillo que, a primera vista, Elisa no distinguió. Un nutrido grupo de personas parecían celebrar algo, una comida al aire libre, como la de Santa Ana pero mucho más numerosa. Camila aparcó el coche cerca y ambas bajaron del vehículo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Elisa, que había recuperado su sonrisa habitual.

—En Trebonne —le informó Camila, y le pasó el brazo por los hombros.

Elisa respondió y le rodeó la cintura. Abrazadas, avanzaron hasta donde se encontraba el grupo.

A medida que se acercaban, Elisa distinguió la construcción que le llamó la atención al llegar. ¡Era un frontón de pelota! Allí, en lo más alejado de su mundo conocido. Y con pelotaris de verdad que abofeteaban aquella pelota que sonaba a petardos. No lograba borrar de su cara la expresión de incredulidad. ¿Cuántas sorpresas más le depararía aquel país?

Buscaron un sitio donde sentarse y al momento apareció alguien con un vaso de vino. Sin preguntar, sin cuestionar por qué estaban allí. No parecía que hubiese que pedir permiso para unirse a una celebración en aquellos lares. Los asistentes disfrutaban del partido, casi en silencio, solo algún murmullo, alguna voz de ánimo aislada. Cuando uno de los pelotaris conseguía un punto, todos aplaudían. Elisa se sumergió en el espíritu festivo y, aunque no entendía las normas del juego, aplaudía igualmente. Después paseó la vista por el espacio. Era evidente que se hallaba ante otra comunidad de españoles, mucho más numerosa que la que se juntaba los domingos en Santa Ana. Estaba convencida de que allí se concentraban todos los habitantes del pueblo, y no eran pocos.

Elisa reconoció algunos de los rostros que vio en The Crock el domingo anterior. Entre ellos, a Juan Mari Errasti, que también las reconoció, aunque en esta ocasión evitó abordarlas. La ausencia de alcohol parecía inhibir el arrojo que había demostrado una semana antes. Elisa le hizo un gesto a Camila para indicarle su presencia. Esta miró hacia donde estaba él y enseguida volvió a su amiga.

—Está ejerciendo de hijo ejemplar —afirmó convencida—. Tiene que acompañar a su querida madre.

La matriarca Errasti era una figura imponente, distinguida, que desprendía un aura de autoridad y respeto. Aun sentada en la hamaca, se apreciaba su buena estatura y su figura estilizada. Tendría alrededor de cincuenta años; de talle fino, vestía un impecable vestido en tono verde manzana. El cabello rubio recogido en un moño italiano perfecto acentuaba su elegancia. Su hijo, vestido ese día más informal, permanecía de pie junto a su madre, como en esos cuadros donde los infantes flanquean a los reyes. Varias personas desfilaban ante ella, bien para ofrecerle sus saludos o para agradecerle alguno de los múltiples favores. Ella asentía con la cabeza, apretaba manos y, en ocasiones, obsequiaba con una caricia afectuosa.

—¿Esa es la Errasti? —preguntó Elisa.

—La misma —dijo Camila casi en un lamento.

La mujer



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